La derrota electoral de hoy del mileísmo es pre-devaluatoria. No es un rapto inflacionario el que provoca rechazos. Sino una repugnancia de otro orden. Como en diciembre de 2017.
La derrota de Milei no fue construida por la “radicalidad política” de ninguna fuerza política sino por la intolerancia social (jubilados, discapacitados, conflictos laborales, repudio moral, rechazo a la manipulación del poder judicial y de los servicios, la proscripción a Cristina, luchas por la memoria, defensa de la universidad, de la educación pública y sensibilidades antifascistas). No decreció el ausentismo de modo dramático, y se asistió, en cambio, a la disolución –el achicamiento– de la base electoral de la derecha electoral (LLA más PRO), y las ganas de rechazar a Milei y a su hermana. Caen varios mitos: la Argentina no se explica con la palabra “derechización”, ni Milei ha convencido al país con la imposición de un ajuste eterno.
La figura de Kicillof tuvo el mérito de oponer la retórica del gasto público dedicado a defender derechos sociales y humanos (¿con eso alcanza para dirimir la interna, y para liderar una opción a nivel nacional? ¿cómo se recorre el camino que podría llevar a la oposición política a acelerar la renovación de prácticas y no solo de rostros? ¿cómo no crear de nuevo la situación política de la que surgió la ultraderecha?).
La petulante incapacidad del personal de gobierno, el carácter esperpéntico del mileísmo, su reaccionarismo fascistoide y corrupto se vino abajo a pesar del apoyo geopolítico de Trump ¿Quién tiene ahora la capacidad de ofrecer continuidad política antes la crisis (al menos hasta octubre)?
Muy buena elección de la izquierda partidaria, avanzando desde la militancia sobre las opciones centristas.
Dan ganas de ratificar lo obvio: dirige el malestar social, sólo la sensibilidad social politizada, y el reencuentro del conatus colectivo, pueden crear una salida donde no la hay.